lunes, 8 de junio de 2009

Puedes ser lo que tú quieras

Llegando a la altura de la puerta de El Corte Inglés más cercana a la universidad, la que es separada de un Massimo Dutti por una especie de semi-callejón que apesta a pescado, justo pasando por el buzón verde situado al lado del semáforo del paso de peatones le vi acercarse. Les vi acercarse más bien, aunque indudablemente me fijara primero en él. Deformaciones sociales imagino, los lisiados, los vagabundos, los enfermos de todo tipo, los desfavorecidos en fin, son como bengalas rojas derramando chispas entre un montón de blanca nieve. Un neón incombustible. Siempre llaman nuestra atención por encima de cualquier otro elemento del paisaje. Venían los dos acercándose en dirección opuesta a la mía, avanzando en paralelo al escaparate que, por otro lado, ignoraban completamente. Eran un hombre y una mujer. El hombre era un anciano, de unos sesenta años (¿cuenta eso hoy todavía como anciano?) y tenía aspecto descuidado. Pelo blanco, cortado a ras de sien, pegado a la cabeza. Plateado, un gris limpio que, no sé por qué, encuentro favorecedor. Quizá porque implica que su portador ha vencido definitivamente y para siempre a la calvicie (Las canas jamás se caen, pelo que se vuelve canoso, pelo que aguanta hasta el último día). Tenía una barba de cuatro o cinco días, pelos cortos pero puntiagudos que le recorrían sobre todo la barbilla y brillaban al sol. Tenía cara de malas pulgas, quizá por el hecho de que iba en silla de ruedas, y además ésta no parecía de las cómodas. LLevaba un chándal negro de ese tejido brillante que utilizan los chándales de cremallera (¿Nylon?) y llevaba calcetines blancos con zapatos negros. Los calcetines blancos y demás deslices suelen también llamar poderosamente mi atención. Zapatos feos, corbatas anudadas sin ningún cuidado. Ese era él, un tullido que había visto sin duda días mejores, y no me refiero sólo a los tiempos en los que no necesitaba de ese engendro mecánico motorizado para ir de A hasta B. Iba recostado sobre el lado derecho, como caído, con los pies también juntos y ladeados, más cerca de un extremo de la silla que del otro. El derecho, creo que era, sí. Parecía como un guiñapo que habían colocado indolentemente, sin que a él mismo le importara lo descuidado de su situación, ni fuera consciente de la triste impresión que causaba su figura. Con él iba una mujer que bien podía ser su mujer, su hija, o una cuidadora sudamericana. No lo sé, porque no me fijé más que en él, como ya he dicho. Eso sí, no era de bonita figura y llevaba una camiseta azul y pantalones, esta vez de algodón, grises. Supongo que eso descarta la opción de la amante esposa, ahora que lo pienso. El caso es que venía de frente hacia mí, con cara de pocos amigos, sin intención de apartarse, cerrándome cada vez más el paso a medida que yo sorteaba el monstruoso buzón. El muy desgraciado (eso pensé en ese momento de él, no es bonito, no está bien, pero parecía querer empalarme por alguna ofensa imaginaria, quizá el hecho de que yo conservara fluidez de movimientos y no me hubiera apartado lo suficiente) comenzó a girar su silla nada más llegar a su extremo cercano de buzón, justo cuando yo alcanzaba el mío, para situarse de frente al paso de cebra, lo que me obligó a casi saltar por su lado, dando una zancada decidida pero apresurada, sin saber bien dónde pondría el pie ni cómo, ante la posibilidad de verme atrapado entre su avance decidido al borde de la calzada y el buzón que marcaba el límite de mi huída.
Y fue ahí, en ese justo momento, nada más aterrizar al otro lado y empezar a mentar a su madre imaginariamente, cuando aquel hombre que yo estaba empezando a detestar por su intento de atropello (vale, puede que tuviera que haberme apartado antes y mejor), situado ya a su espalda pero lo suficientemente cerca cómo para oir su voz, un gruñido gutural quedo y contenido, cuando lo dijo.
Dijo: Joder, cómo echo de menos mear de pie.
Ahí estaba yo, quejándome interiormente porque ese hombre me había atacado imperceptiblemente, recordando sus ojos y la media sonrisa torcida que se permitió sólo cuando vio mi difcultad para esquivarle. "Jódete". Y ahí estaba él, un inválido con pinta de vagabundo, con la mirada perdida y de vuelta de todo (de sabe Dios cuánto y dónde), que no parecía tener ninguna prisa por llegar a cual fuera el lugar al que se dirigía y que, probablemente, estaba harto de su vida, echando de menos mear de pie.
De entre todas las cosas del mundo que ese hombre podría hacer si no le fallaran las piernas, si no estuviera limitado a la tiranía de una silla de ruedas incómoda y pintada de un feo verde estilo barandilla andaluza-comunidad de vecinas abuelas, y él pensando en lo feliz que le haría mear de pie, sin tener que hacer ese molesto traslado de su silla a la taza del váter de minusválidos, que parece preparada para entrenar barra fija mientras dejas que la naturaleza siga su curso y limpie tu organismo, tan aparatosa y poco estética. O quizá no era por la incomodidad, sino sólo por el aspecto masculino de estar ahí de pie, frente a la taza, probablemente sin haberte molestado en subir la tapa intermedia previamente, sujetándola y apuntando al centro pero sabiendo que, en el juego de azar que es mear de pie, el apuntar a veces no es garantía de nada. No sé.
Pero el caso es que eso era lo que él quería. No quería pasear por el parque. No quería jugar con un hipotético nieto o vecino o chiquillo familiar de algún conocido. No quería cruzar el paso de peatones con la cabeza un metro por encima del radiador de los coches. No quería nada de eso. Ni siquiera correr la San Silvestre cómo tantos valientes y arrojados ancianos que, por otro lado, llegaron mucho más lejos que yo aquella vez que me propuse correrla y tuve que retirarme avergonzado y desfallecido. De entre todas las maravillas que le ofrece el mundo a todo ser en plenas facultades móviles, él extrañaba ese pequeño placer cotidiano. Nada grandilocuente, nada especial. Algo ordinario ("Adj. Común, habitual, frecuente" no "Adj. De mal gusto, poco refinado", que también) corriente, insignificante. Una acción que millones de hombres realizan a diario, más de una y de dos veces, y que resulta la mayoría de ellas tediosa y molesta. Un incordio, una pérdida de tiempo. Pero, por otro lado, un pequeño placer que la vida nos ofrece cada día. Por lo menos para aquel anciano malhumorado.
No pude evitar dejar escapar una carcajada tras escuchar aquella perla de sabiduría, a la vez que me recorría un latigazo de amargura y pena la espina dorsal, por la tristeza implícita en ese anhelo de algo tan, a primera vista, nimio. Lo que me enseñó ese hombre, lo que me recordó, es que la vida está llena de pequeños momentos insignificantes, pequeños, que le dan sentido, que le dan forma, que la hacen lo que es. Mientras no nos vemos privados de ellos no los apreciamos, los damos por sentados. Así de insolentes somos. Buscamos grandes acontecimientos, que dejamos que den respuesta a esa pregunta que nos hacemos en la soledad de nuestra conciencia, "¿Soy feliz?". Queremos siempre más, algo más vistoso, más voluminoso. Algo espectacular. Pum. Flash. Ooooh. Queremos lo que nos enseñan en las películas, en los anuncios, en las revistas de decoración. Queremos ese coche, esa chica, esa cazadora, ese trabajo, ese montón de atractivos billetes. Si no la respuesta es no. No, no soy feliz.
Y mientras, en algunas esquinas sueltas del mundo, aparece algún emisario de dudoso aspecto, de expresión adusta y, a veces, no muy buenas intenciones que, sin ser consciente de ello, nos recuerda que la vida está repleta de pequeños gestos, pequeñas costumbres, pequeños detalles todos ellos de belleza sublime que merecen que nos tomemos una pausa y demos gracias por ellos con los ojos cerrados y una sonrisa. Dejándonos invadir por la inesperada y menospreciada transcendencia del momento.
Joder, cómo echo de menos mear de pie.
Creo que me acordaré de ese viejo cada vez que mee de pie a partir de hoy. Quizá termine olvidando su aspecto, su chándal, su sonrisa malévola o el color de ese buzón, pero no olvidaré su mensaje. Y disfrutaré con ello cada vez.
Con las dos cosas.

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