miércoles, 7 de mayo de 2008

Llueve a trozos en la ciudad

Las personas se buscan unas a otras. Está en su naturaleza, quizá. Está en la naturaleza de todo animal; moverse en manada, cazar en grupo, cohabitar las madrigueras. Nosotros a nuestra manera también queremos compartir nuestras cuevas, sentir que no estamos solos contra los elementos, disfrutar de la seguridad que proporciona la cercanía de iguales.
Queremos ver otras luces cuando nos asomamos a nuestras ventanas.
Cuando conseguimos caminar sin necesitar los brazos aprendimos a levantar pueblos, a perfeccionar ese ideal de comunidad, nos inventamos la palabra “vecino”. Nos la inventamos y nos gustó mucho. Y su plural creció salvaje, cobró vida propia y, como todo niño malcriado, se volvió contra su padre. Díscolo y caprichoso decidió no seguir las reglas.
Se fugó de casa y se casó con la Ciudad. Se casó con ella, eran dos seres idénticos, como reflejos a ambos lados de un mismo espejo, y su destino era estar juntos. Cambiar el mundo. Se hicieron con el poder y tomaron a los hombres como hijos, otra vez el aprendiz superó al maestro. Crecieron juntos, y cuanto más crecían más pequeños eran los habitantes de la Ciudad, más insignificantes los unos para los otros, más extraños. Aquellos animales que tiempo atrás se buscaron por instinto eran ahora unos perfectos desconocidos, separados por montañas de hormigón y toda una red de ondas invisibles.
Nuestros hermanos se convirtieron entonces en nuestros enemigos mientras nos tragaba la urbe en su autodestrucción hacia la ruina, tan asustados de su incierto futuro en su creciente prisión como de los otros presos. Esos presos que antes iban a compartir la seguridad de nuestro hogar conjunto.

No tiene sentido vivir en un lugar en el cual no llueve a la vez en todas sus partes.
Mi casa está en Madrid. El Bernabeu también está en Madrid. Llueve en el estadio pero no en mi casa. Que alguien me diga otra vez que somos vecinos.

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