Aquel hombre tenía una nube toda para él solo. Una nube que no dejaba de perseguirle allá adonde fuera, descargando sobre su cabeza siempre la misma melancólica tormenta. Leve, irregular pero contundente, gris, carente de ritmo y melodía. No era de esas tormentas que te conforta escuchar con los ojos cerrados apoyando la frente en la ventana, sintiendo el calor que proporcionan tanto su rumor como el radiador bajo las palmas de las manos. Era más bien una de esas tormentas que invitan de algún modo primario y retorcidamente imprevisible a dejarte ir, renunciar a la coraza y llorar silenciosamente sin ningún motivo, sin ningún fin lágrimas que escuecen. Una de esas tormentas que te hacen sentir terriblemente frío e irremediablemente solo.
Ese hombre soportaba día a día su propia tormenta de tristeza. Incluso cuando llovía ahí fuera, por igual para todo el mundo, no importaba con qué cadencia, su nube se mantenía encima de sus hombros, siempre con la misma lluvia, siempre allí, siempre con él. Siempre. Supongo que llevaba años viviendo bajo la lluvia, porque ya no parecía ni siquiera vestirse para ella. Su abrigo estaba claramente empapado, totalmente penetrado por la lluvia, invadido de humedad y de escalofrios. Su abrigo no estaba pensado inicialmente para ser impermeable ni soportar el aguacero por más tiempo que el que dura una carrera hasta un portal, pero el hombre seguía sin adecuarse al temporal.
Creo que a eso se le llama resignación, cuando se renuncia a cambiar las circunstancias, cuando es insoportable la evidencia de que lo que es es lo que hay y no queda sino aceptarlo. Sus ojos tristes lo confirmaban cada vez que conseguía cruzarme entre ellos y su camino al suelo. Ese hombre ya no buscaba más, no esperaba nada más. Ese hombre vivía bajo una nube siempre cargada de lluvia y él había aprendido a vivir con su tormenta. Eso era todo. Eso era todo, al menos para él.
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