Hay un viejo borracho sentado en el último de los taburetes que conforman esa línea de banquetas que marca la frontera entre el mundo real y el mundo de los abandonados. Está bebiendo una suerte de whisky malo, de un marrón más oscuro de lo que marcan los cánones, como todos los dias. No es dificil imaginar, al entrar por la puerta del tugurio que bien podría llamar hogar, que lo siguiente que se verá será su indolente figura, recortada tras una nube de tabaco barato que es la verdadera dueña del local. Dicen que nunca se quita esas gafas de sol, de cristales oscuros, de esquiar. No se las quita ni siquiera para beber en el bar, dónde la oscuridad, la penumbra y la sombra son ya de por sí casi asfixianes. Tanto las reales como las que traen los perdedores que van allí a beber mal por pocas monedas. Él, desde luego, lleva tanto tiempo bebiendo por rutina, tanto tanto tiempo que casi no recuerda el no hacerlo, que hace mucho que dejó de exigirle calidad a si bebida tanto como le exige grados de atenuación del dolor. Con 45 o más se siente más que satisfecho. Al whisky, como a la vida misma, ha aprendido a no pedirle más de lo estrictamente necesario. Sus gafas distorsionan su realidad; a decir verdad lo ve todo no oscuro, si no amarillo, amarillo ocre. Todo excepto algunos colores, algunas luces brillantes. Los semáforos en verde, por ejemplo, se le aparecen a él como un cierto azul débil y moribundo. A quién demonios le importan ya los colores, de todos modos. Porque a él desde luego no.
Hace mucho que ta no le importan demasiadas cosas. No está allí bebiendo para olvidar, eso ya no. Hace tiempo otro bebedor más experto que él le hizo entender que el alcohol nunca conseguirá hacerte olvidar, pero sí puede adormecerte, suprimir ciertas funciones de tu cerebro para que no puedas pensar con claridad, para que no puedas sentir con propiedad. Para que tus recuerdos no te hagan sufrir, si tienen que quedarse. Bendito alcohol. Bobby no quiere olvidar, sabe que no puede, y olvidar la razón por la cual es fiel a su taburete tanto más de lo que lo fue antes a cualquier ser humano, sería negarse a sí mismo, a quien es ahora. No, él honra su desgracia, santifica su desgracia, celebra su desgracia hundiéndose cada día en esa niebla de nicotina y bebiendo hora tras hora, con la mirada perdida, contemplando el reflejo en un espejo de un hombre en tonos amarillos que no le devuelve la cortesía del saludo. Es lo menos que puede hacer, lo sabe en conciencia. No importa que no haya nada nunca en el fondo de la botella, ninguna sonrisa, ningún consuelo. Tan sólo la promesa de otra botella más. Pero eso es, a estas alturas, mucho más de lo que podría pensarse que merece.
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