domingo, 31 de enero de 2010

El sexo de los ángeles

Aquella noche en la discoteca
una aparición maldita.
Tu cara...
Estaba allí pero también en otra parte,
un holograma de un cuerpo
que habitaba otro país, otro planeta
a muchos rios y estrellas de distancia.
Y, sin embargo, tus ojos
decían claramente "no" como si tú
tu verdadero tú y no aquel espectro
me los susurrara al oido entre el estruendo
y no sólo deslizara en él palabras
si no veneno también
que habría de matarme desde esa madrugada
hasta hoy, para seguir haciéndolo mañana
y después, mucho después.
Dulce y miserable veneno
¿por qué no pudo tu boca al menos
deslizarlo mejor sobre mis labios?
Tu nombre no lo dice pero
hueles a todo lo que he querido oler alguna vez
y a muerte.
Entregamos a los muchachos algunos caballos
y ellos nos los cambiaron por violaciones.
Se oyeron muchos gritos en los pajares
aquella noche de fiesta en el pueblo
aún por encima de todos los aparatos de televisión
que a la misma hora sintonizaban el mismo programa
de humor, coristas y variedades
del cual las abuelas aprendieron
que hay mal, sí, mal, gente mala
habitando allá afuera, el mundo y sus alrededores.

Quisimos luego apaciguarlos con flores;
ellos encontraron divertido entonces
mostrarnos lo que ellos llamaban “cohetes”.
Fue de noche durante tres años y un par de horas
y luego nunca volvió a alumbrar el sol
como hacía antes sobre los maizales.
Los perros callejeros lloraban cuando sabían
que se acercaban a lo lejos en sus ruidosas camionetas
y abandonaban los caminos polvorientos
el rabo entre las piernas y gachas las orejas.
Los gatos negros querían pasar desapercibidos
haciéndose los muertos sobre los tejados
los de zinc y los de tejas.

Lunas de miel navegando sobre el río
rojo de la sangre del ganado
alejándose
a contracorriente para nunca volver
a aquel rincón del mundo
que ya no parecía el suyo.
Tú, yo, él,
nosotros vosotros ellos
escuchando sus canciones sobre jovencitas
de ligeras costumbres reunidos y temblando
de miedo, rabia y deseo junto a los transistores.

¡Ah, aquellos chicos de ciudad y sus juguetes!
¡Aquellos muchachos y sus pistolas!
¡Aquel verano sofocante en el campo!
Aquella dichosa guerra, aquellos niños
que luego tuvieron más niños
y más niños
y que nos enseñaron tantas cosas nuevas.
Aquella última cosecha…

sábado, 30 de enero de 2010

Tyler Durden was right

Mi educación fue tradicional, me enseñaron a creer en Dios. Yo fui fiel a esas creencias e intenté comportarme como se esperaba de mí. Hablaba con Él por las noches. Rezaba mis oraciones, me preguntaba ¿qué haría Jesús? cuando no podía distinguir con claridad lo que estaba bien y lo que no. Esperaba señales, le buscaba en los pequeños detalles. Creí ver su mano detrás de ciertas casualidades que me condujeron por ciertos caminos. Le amaba e intuía que Él me amaba a mi.
Sin embargo, los años de mi niñez pasaron más rápido de lo que en realidad deberían haber hecho. No fue sólo para mí. Todo lo que me rodeaba avanzó más rápido de lo establecido, más de lo que podían controlar los mayores. Me vi arrojado a un mundo distinto del cual se suponía que me esperaba y nadie me preparó para ello. No fue culpa mía.
La tecnología me proporcionaba nuevos y cada vez más poderosos ídolos que, poco a poco, fueron matando la idea que yo tenía de Dios. Le suplantaron, ya no tenía tiempo para Él. La televisión ocupaba casi todo mi tiempo. Ella podía mostrarme todo lo que yo quería ver- aunque ni siquiera yo lo supiera- y todo lo que necesitaba conocer. No había nada fuera de aquella caja de pantalla combada y recubierta de madera que yo pudiera necesitar. Todo estaba en ella, allí dentro, en estéreo. Dios no lo vio venir, nunca le puso límites al cátodo. Yo ya casi no me acordaba de qué era lo que pedía antes de acostarme.
Luego vinieron otros, y cada uno fue más impredecible, más bello, magnífico y terrible a la vez. Nadie los esperaba. Internet doblegó totalmente mi voluntad. Allí, ahora sí, estaba todo lo que yo podía necesitar. Allí dentro- ¿allí dónde?¿Dónde era allí?- estaba absolutamente TODO. Internet, por ejemplo, me mostró los placeres de la carne, me enseñó la forma y las virtudes de los pechos de las mujeres, me enseñó qué había que hacer y cómo había que hacerlo y me ayudó a decidir qué era lo que yo deseaba que me fuera hecho. Desató mi ansía de autosatisfacerme. Un apetito voraz e incontrolable, casi enfermizo.
También me proporcionó otras facilidades complementarias; letras de canciones, soluciones rápidas a faltas de información puntuales. Películas gratis, canciones gratis. Más pornografía.
Pero cada vez que aparecía una nueva deidad, otro amo más al cual consagrarme en una esclavitud casi rogada, ciega, menos era dueño de mí mismo y más y más necesitaba. Necesitaba cosas que antes no. Ampliaron el campo de lo realmente necesario: respirar, dormir, alimentarse y evacuar.
No lo sabía pero estaba perdido. Yo, mi antiguo Yo, quién Yo era, ya no era mío. Yo no me pertenecía.
Y entonces llegó el último de ellos, el más temible, el más implacable. El peor.
La BlackBerry me permite estar conectado a todas horas. Conectado en el peor de los sentidos. Conectado a todos Ellos, a todos los tiranos que fui colocando sobre las estanterías, sobre el mueble del comedor, sobre la encimera de la cocina, sobre la mesa de mi cuarto. En todas partes, en cada esquina. A la Televisión, a Internet, a los otros, a mis semejantes. A todas horas.
Mi BlackBerry tiene un indicador luminoso, una minúscula bombillita roja que parpadea cada vez que he recibido un email, un mensaje, una llamada perdida, cada vez que alguien ha entablado una conversación conmigo a través del Messenger. No sé, no sé que haría sin ella. No me había dado cuenta de cuánto la necesitaba.
Mi BlackBerry tiene una luz roja que parpadea cada vez que alguien quiere ponerse en contacto conmigo y lo único que yo hago es quedarme mirándola cada cinco segundos.
Espero nervioso, sudando por las palmas de mis manos- que se mueren por sostenerla y contestar- a que brille. No puedo evitarlo, espero. No hago otra cosa. La miro.
Pero tú nunca me escribes ni un email, ni un mensaje, ni me llamas ni inicias una conversación comigo a través del Messenger. Nunca me escribes al Tuenti ni al Facebook.
Todas estas mierdas que facilitan de este modo el contacto entre dos personas sólo sirven para que me retuerza por dentro preguntándome cómo puede ser que, siendo tan fácil y cómodo, puedas no acordarte de mí en absoluto.

jueves, 21 de enero de 2010