Mi educación fue tradicional, me enseñaron a creer en Dios. Yo fui fiel a esas creencias e intenté comportarme como se esperaba de mí. Hablaba con Él por las noches. Rezaba mis oraciones, me preguntaba ¿qué haría Jesús? cuando no podía distinguir con claridad lo que estaba bien y lo que no. Esperaba señales, le buscaba en los pequeños detalles. Creí ver su mano detrás de ciertas casualidades que me condujeron por ciertos caminos. Le amaba e intuía que Él me amaba a mi.
Sin embargo, los años de mi niñez pasaron más rápido de lo que en realidad deberían haber hecho. No fue sólo para mí. Todo lo que me rodeaba avanzó más rápido de lo establecido, más de lo que podían controlar los mayores. Me vi arrojado a un mundo distinto del cual se suponía que me esperaba y nadie me preparó para ello. No fue culpa mía.
La tecnología me proporcionaba nuevos y cada vez más poderosos ídolos que, poco a poco, fueron matando la idea que yo tenía de Dios. Le suplantaron, ya no tenía tiempo para Él. La televisión ocupaba casi todo mi tiempo. Ella podía mostrarme todo lo que yo quería ver- aunque ni siquiera yo lo supiera- y todo lo que necesitaba conocer. No había nada fuera de aquella caja de pantalla combada y recubierta de madera que yo pudiera necesitar. Todo estaba en ella, allí dentro, en estéreo. Dios no lo vio venir, nunca le puso límites al cátodo. Yo ya casi no me acordaba de qué era lo que pedía antes de acostarme.
Luego vinieron otros, y cada uno fue más impredecible, más bello, magnífico y terrible a la vez. Nadie los esperaba. Internet doblegó totalmente mi voluntad. Allí, ahora sí, estaba todo lo que yo podía necesitar. Allí dentro- ¿allí dónde?¿Dónde era allí?- estaba absolutamente TODO. Internet, por ejemplo, me mostró los placeres de la carne, me enseñó la forma y las virtudes de los pechos de las mujeres, me enseñó qué había que hacer y cómo había que hacerlo y me ayudó a decidir qué era lo que yo deseaba que me fuera hecho. Desató mi ansía de autosatisfacerme. Un apetito voraz e incontrolable, casi enfermizo.
También me proporcionó otras facilidades complementarias; letras de canciones, soluciones rápidas a faltas de información puntuales. Películas gratis, canciones gratis. Más pornografía.
Pero cada vez que aparecía una nueva deidad, otro amo más al cual consagrarme en una esclavitud casi rogada, ciega, menos era dueño de mí mismo y más y más necesitaba. Necesitaba cosas que antes no. Ampliaron el campo de lo realmente necesario: respirar, dormir, alimentarse y evacuar.
No lo sabía pero estaba perdido. Yo, mi antiguo Yo, quién Yo era, ya no era mío. Yo no me pertenecía.
Y entonces llegó el último de ellos, el más temible, el más implacable. El peor.
La BlackBerry me permite estar conectado a todas horas. Conectado en el peor de los sentidos. Conectado a todos Ellos, a todos los tiranos que fui colocando sobre las estanterías, sobre el mueble del comedor, sobre la encimera de la cocina, sobre la mesa de mi cuarto. En todas partes, en cada esquina. A la Televisión, a Internet, a los otros, a mis semejantes. A todas horas.
Mi BlackBerry tiene un indicador luminoso, una minúscula bombillita roja que parpadea cada vez que he recibido un email, un mensaje, una llamada perdida, cada vez que alguien ha entablado una conversación conmigo a través del Messenger. No sé, no sé que haría sin ella. No me había dado cuenta de cuánto la necesitaba.
Mi BlackBerry tiene una luz roja que parpadea cada vez que alguien quiere ponerse en contacto conmigo y lo único que yo hago es quedarme mirándola cada cinco segundos.
Espero nervioso, sudando por las palmas de mis manos- que se mueren por sostenerla y contestar- a que brille. No puedo evitarlo, espero. No hago otra cosa. La miro.
Pero tú nunca me escribes ni un email, ni un mensaje, ni me llamas ni inicias una conversación comigo a través del Messenger. Nunca me escribes al Tuenti ni al Facebook.
Todas estas mierdas que facilitan de este modo el contacto entre dos personas sólo sirven para que me retuerza por dentro preguntándome cómo puede ser que, siendo tan fácil y cómodo, puedas no acordarte de mí en absoluto.
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