domingo, 31 de enero de 2010

Entregamos a los muchachos algunos caballos
y ellos nos los cambiaron por violaciones.
Se oyeron muchos gritos en los pajares
aquella noche de fiesta en el pueblo
aún por encima de todos los aparatos de televisión
que a la misma hora sintonizaban el mismo programa
de humor, coristas y variedades
del cual las abuelas aprendieron
que hay mal, sí, mal, gente mala
habitando allá afuera, el mundo y sus alrededores.

Quisimos luego apaciguarlos con flores;
ellos encontraron divertido entonces
mostrarnos lo que ellos llamaban “cohetes”.
Fue de noche durante tres años y un par de horas
y luego nunca volvió a alumbrar el sol
como hacía antes sobre los maizales.
Los perros callejeros lloraban cuando sabían
que se acercaban a lo lejos en sus ruidosas camionetas
y abandonaban los caminos polvorientos
el rabo entre las piernas y gachas las orejas.
Los gatos negros querían pasar desapercibidos
haciéndose los muertos sobre los tejados
los de zinc y los de tejas.

Lunas de miel navegando sobre el río
rojo de la sangre del ganado
alejándose
a contracorriente para nunca volver
a aquel rincón del mundo
que ya no parecía el suyo.
Tú, yo, él,
nosotros vosotros ellos
escuchando sus canciones sobre jovencitas
de ligeras costumbres reunidos y temblando
de miedo, rabia y deseo junto a los transistores.

¡Ah, aquellos chicos de ciudad y sus juguetes!
¡Aquellos muchachos y sus pistolas!
¡Aquel verano sofocante en el campo!
Aquella dichosa guerra, aquellos niños
que luego tuvieron más niños
y más niños
y que nos enseñaron tantas cosas nuevas.
Aquella última cosecha…

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