Al cementerio de Santa Cruz de Mudela llevaba antes un sendero bordeado por altos cipreses, que guiaban a los visitantes al siempre blanco y resplandeciente muro del camposanto. Presentaba siempre un aspecto formidable porque el guarda se afanaba con esmero en que luciera espléndido ese muro a su cuidado y lo limpiaba y repintaba constantemente.
Los fallecidos eran llevados en hombros de sus afligidos allegados hasta su morada final casi en procesión, seguidos de un cortejo ceremonioso y sufrido, que lloraba en silencio o entre gemidos la pérdida de su vecino. Era el último homenaje, la última muestra de afecto y respeto, la gran despedida. Ese camino flanqueado de cipreses vió muchos buenos hombres y mujeres del pueblo partir para no volver, entre siluetas de riguroso negro.
Pero ya no, nunca más. La Autovía del Sur llegó para partir en dos el camino que unía Santa Cruz de Mudela con su bonito y tradicional cementerio, pasándolo por encima con varios carriles en cada sentido y los guardarraíles que tanto temen los motoristas delimitando su invasión.
Aún con todo las autoridades tuvieron a bien construir un túnel que uniera un extremo de la vía con el otro, para evitar que ese cementerio se convirtiera en una isla perdida en un mar despojado de tradiciones. Para que nada evitara la marcha de ese sobrio cortejo fúnebre, aunque la caricia del aire o el castigo de la meláncolica lluvia entre los espigados árboles fuera sustituido ahora por un calor ciertamente sofocante, un leve deje claustrofóbico y el tronante residuo sonoro del paso de los enormes trailers de toneladas de peso y carga gracias a los cuales podemos encontrar siempre repletos los estantes de los supermercados de nuestros barrios y núcleos urbanos.
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