martes, 18 de enero de 2011

Radiante Cataclismo

Wendy, Michael y John vuelan ya en la noche y Peter es poco más que un punto lejano y verde dirigiéndose veloz hacia la Estrella Polar.
La noche es fresca y húmeda y Londres está preñado de luces.
Campanilla revolotea alrededor de mi cabeza, su vocecilla apremiándome.
"Para poder volar sólo necesitas una pizca de polvos mágicos y un pensamiento feliz".
Ella tiene los polvos mágicos y el resto es cosa mía. Necesito ponerme en marcha.
Campanilla sigue dándome vueltas y sus alitas emiten un zumbido nervioso como de mosquito peligroso. "¡Vamos!¡Se alejan, los perderemos!"
Nana me ladra, apoyando sus patas delanteras sobre mi rodilla y en su ¡Guau!¡Guau! me parece oir ¡Pensamiento feliz! ¡Pensamiento feliz!.
Sacudo la cabeza, cierro los ojos. Trato de concentrarme y exploro dentro de mi cabeza en busca de un pensamiento feliz.
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Me imagino de pie, desnudo y plantado ante la nube en forma de hongo que quedó tras la explosión nuclear. Empalmado por el efecto de su poderío. Que con los brazos abiertos saludaré al nuevo orden haciéndole una reverencia. "Oh, dios de la destrucción, ardiente átomo, gracias por tu pureza y por todas estas muertes".
Todavía desnudo, me pasearé entre las ruinas de nuestra civilización y me parecerán los restos infames de una cárcel milenaria de perverso recuerdo.
Seré feliz danzando entre cascotes, como en un ballet de la celebración de vuestra partida y yo seré público y yo seré artista. Completamente solo, ya sin vosotros, mis pies descalzos no serán heridos por los restos y escombros porque ninguno quedará para decirme lo que es el dolor y mi mente y mi cuerpo se darán prisa en olvidar ese nombre, incapaces de asociarlo a ningún concepto.
Todo vuestro mal se esfumará con vosotros. Tras la desaparición seguirá la supresión de vuestro legado: los tipos de interés, las hipotécas y los trabajos que desempeñamos para pagarlos.
Tan sólo prevaleceremos yo y el eco, las explosiones residuales de fondo como una orquesta de bienvenida al olvido; Wendy, John, Michael, Peter y Campanilla no serán más que esqueletos calientes y ennegrecidos. Humeantes.
Y a un gesto de mis manos brotarán árboles donde antes había cajeros automáticos, se abrirán boquetes que tragarán coches y boutiques y de esas grietas se manifestarán plantas reverdecidas, tras un eructo de placer de la tierra. Porque son un abono inmejorable, toda esa seda, los perfumes.
Esa noche dormiré por fin como un bebé libre de preocupaciones y, a la mañana siguiente, todo se repetirá.
Volverá a empezar el mismo día de nuevo que, una vez más, acabará sin vosotros en él.
Y no os extrañará el viento, ni las palomas ni las margaritas. No os extrañaré yo.
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Campanilla aplaude contenta, estoy elevándome sobre el suelo. "¡Deprisa! Debemos alcanzarles!".
Volamos sobre el Támesis, pasamos el Big Ben y Campanilla sigue sonriendo, feliz por mí, que experimento por primera vez la sensación de volar sobre la ciudad. Por un momento me enternece y casi me da pena pensar que voy a matarlos a todos y que voy a reducir el País de Nunca Jamás hasta las cenizas.

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