Me dijo que, para escuchar su respuesta, debía esperar un tiempo, pero ¿cuánto, cuánto tiempo? Ya lo sabrás, me dijo.
Pero, ¿cuánto? ¿El que tarda un semáforo en rojo en pasar a ámbar y luego a verde? ¿Lo que tardan en traerme un libro de segunda mano de Inglaterra? ¿O todo el tiempo que transcurrió la noche que esperé a que se diera la vuelta y me mirara, susurrándole al oído sus adivinanzas favoritas de cuando ella era una chiquilla, sentada como estaba en el tejado, con los pies colgando sobre la ciudad? Porque aquella noche que ella esperó al amanecer con los ojos cerrados y dándome la espalda, la Luna, una media Luna, una Luna turca y borracha de espadas, parecía no moverse y mi reloj parecía no poder vencer la resistencia de los segundos pegajosos y remolones. Porque, aquella noche, amaneció tras siete años, y el día trajo consigo toda una camada de crías de cuervos, pero ninguna palabra ni ninguna mirada, ni suerte. No, no estaba dispuesto a pasar otra vez por eso.
Como ella no quería darme ninguna información, decidí que sólo podía preguntarle por el tiempo al mismísimo Tiempo. Pero claro, El Tiempo es complicado de abordar, porque, ¿sabéis?, El Tiempo se mueve todo el tiempo. Y cada vez que corría a su encuentro, Él ya se había marchado, había pasado por allí, sí, pero ahora estaba llegando al futuro, siempre estaba en el futuro cuando yo llegaba. Llegaba tarde, llegaba en pasado a un presente que ya estaba renunciando a todo título y privilegio y que también había sido abandonado. Y lo único que dejaba El Tiempo para mí y para el presente huérfano y bastardo era el eco de una risa cruel que parecía haber dejado grabada detrás de sí a modo de contestador, para recoger mi mensaje o, en este caso, mi pregunta. El Tiempo es ciertamente cruel, como digo, porque, veréis, el problema con El Tiempo- o uno de ellos- es que nunca pierde, pero tampoco ha aprendido jamás a ganar porque no lo ha necesitado y no conoce de códigos de caballeros ni modelos de conducta.
No sé cuánto tiempo pasamos jugando al ratón y al gato, El Tiempo y yo, pero comencé a sospechar que Él tampoco albergaba la respuesta de cuánto debía esperar por ella- ¿cuánto era suficiente? ¿Cuánto mucho, cuánto poco, era alguna vez demasiado?- y tampoco siquiera acariciaba ya la esperanza de que, si la tuviera, fuera alguna vez a aguardar por mí y compartirla. El Tiempo encontraba divertido nuestra pequeña representación, más yo comencé a olvidar su sonrisa, la manera en que su melena ondeaba ligeramente, mecida por la brisa nocturna, del mismo modo y con la misma cadencia que lo hacían sus pies trece pisos sobre el asfalto. Y decidí volver tras ella para poder recordar todo aquello y seguir susurrándole infancias al oído aunque nunca me hubiera mostrado sus ojos.
Pero cuándo llegué ya no estaba. ¿Había acaso estado fuera tanto que ella se cansara? ¿Había pasado demasiado tiempo tratando de alcanzar al Tiempo para poder interrogarle acerca de cúanto tiempo era el tiempo que ella deseaba que la esperase? ¿Era eso?
No, no. No. No, por favor.
Así que corrí, otra vez, de nuevo. Volví a correr cómo llevaba tanto haciendo, sólo que ahora en pos de ella, reprochándome lo impaciente y estúpido que había sido. La busqué en el banco que no tenía patas, la busqué donde aprendió a cantarle a las grietas del asfalto, allí donde gustaba de observar a las gaviotas posarse sobre las barcazas que llevaban la basura de nuestra ciudad a pueblos más pobres y necesitados que estuvieran dispuestos a aceptar albergar los residuos de otros a cambio de limosna. La busqué en nuestra azotea, pero no estaba.
Y cada vez que llegué a cualquiera de los lugares donde ella reinó o reinaba, sólo econtré un vacío levemente ocupado por una risa cruel que me recordaba que llegaba tarde, que había estado allí, si, pero ya se había ido hacía algún tiempo.
Pero, ¿cuánto? ¿El que tarda un semáforo en rojo en pasar a ámbar y luego a verde? ¿Lo que tardan en traerme un libro de segunda mano de Inglaterra? ¿O todo el tiempo que transcurrió la noche que esperé a que se diera la vuelta y me mirara, susurrándole al oído sus adivinanzas favoritas de cuando ella era una chiquilla, sentada como estaba en el tejado, con los pies colgando sobre la ciudad? Porque aquella noche que ella esperó al amanecer con los ojos cerrados y dándome la espalda, la Luna, una media Luna, una Luna turca y borracha de espadas, parecía no moverse y mi reloj parecía no poder vencer la resistencia de los segundos pegajosos y remolones. Porque, aquella noche, amaneció tras siete años, y el día trajo consigo toda una camada de crías de cuervos, pero ninguna palabra ni ninguna mirada, ni suerte. No, no estaba dispuesto a pasar otra vez por eso.
Como ella no quería darme ninguna información, decidí que sólo podía preguntarle por el tiempo al mismísimo Tiempo. Pero claro, El Tiempo es complicado de abordar, porque, ¿sabéis?, El Tiempo se mueve todo el tiempo. Y cada vez que corría a su encuentro, Él ya se había marchado, había pasado por allí, sí, pero ahora estaba llegando al futuro, siempre estaba en el futuro cuando yo llegaba. Llegaba tarde, llegaba en pasado a un presente que ya estaba renunciando a todo título y privilegio y que también había sido abandonado. Y lo único que dejaba El Tiempo para mí y para el presente huérfano y bastardo era el eco de una risa cruel que parecía haber dejado grabada detrás de sí a modo de contestador, para recoger mi mensaje o, en este caso, mi pregunta. El Tiempo es ciertamente cruel, como digo, porque, veréis, el problema con El Tiempo- o uno de ellos- es que nunca pierde, pero tampoco ha aprendido jamás a ganar porque no lo ha necesitado y no conoce de códigos de caballeros ni modelos de conducta.
No sé cuánto tiempo pasamos jugando al ratón y al gato, El Tiempo y yo, pero comencé a sospechar que Él tampoco albergaba la respuesta de cuánto debía esperar por ella- ¿cuánto era suficiente? ¿Cuánto mucho, cuánto poco, era alguna vez demasiado?- y tampoco siquiera acariciaba ya la esperanza de que, si la tuviera, fuera alguna vez a aguardar por mí y compartirla. El Tiempo encontraba divertido nuestra pequeña representación, más yo comencé a olvidar su sonrisa, la manera en que su melena ondeaba ligeramente, mecida por la brisa nocturna, del mismo modo y con la misma cadencia que lo hacían sus pies trece pisos sobre el asfalto. Y decidí volver tras ella para poder recordar todo aquello y seguir susurrándole infancias al oído aunque nunca me hubiera mostrado sus ojos.
Pero cuándo llegué ya no estaba. ¿Había acaso estado fuera tanto que ella se cansara? ¿Había pasado demasiado tiempo tratando de alcanzar al Tiempo para poder interrogarle acerca de cúanto tiempo era el tiempo que ella deseaba que la esperase? ¿Era eso?
No, no. No. No, por favor.
Así que corrí, otra vez, de nuevo. Volví a correr cómo llevaba tanto haciendo, sólo que ahora en pos de ella, reprochándome lo impaciente y estúpido que había sido. La busqué en el banco que no tenía patas, la busqué donde aprendió a cantarle a las grietas del asfalto, allí donde gustaba de observar a las gaviotas posarse sobre las barcazas que llevaban la basura de nuestra ciudad a pueblos más pobres y necesitados que estuvieran dispuestos a aceptar albergar los residuos de otros a cambio de limosna. La busqué en nuestra azotea, pero no estaba.
Y cada vez que llegué a cualquiera de los lugares donde ella reinó o reinaba, sólo econtré un vacío levemente ocupado por una risa cruel que me recordaba que llegaba tarde, que había estado allí, si, pero ya se había ido hacía algún tiempo.
*Para la señorita Carlota, porque me lee aunque no tenga ninguna obligación conmigo y eso es de agradecer, además de una muestra de su estoicismo y valentía. Por cierto, durante un tiempo yo también me llamé Carlota, pero eso es otra historia.
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