jueves, 27 de marzo de 2008

Memoria

Recuerdo las nubes aquel día. Incluso después de tanto tiempo. Hay cosas que uno no olvida por más que siga caminando.
Recuerdo perfectamente, por ejemplo, la vez que, jugando, me abrí la barbilla al tropezar con la cuna de Gonzalo. También me abrí, esta vez la ceja, en casa. Esto fue contra una esquina del pasillo, gritando y corriendo, buscando a mi madre porque había salido el 7 en el Telecupón. Ese número me gustaba.
Luego se recuerdan otras tonterías que no revisten ninguna importancia en un conjunto de años, pero que marcan tanto un momento que se graban aunque a primera vista no signifiquen gran cosa. Yo recuerdo sueños de cuando era pequeño, recuerdo algunas cosas que, a decir verdad, no podría asegurar que ocurrieron realmente.
Recuerdo romper unos huevos de un nido de pájaros, en el parvulario, y lo mal que me sentí cuando mi padre me dijo que había matado a un pobre animalillo indefenso, aún antes incluso de que pudiera nacer. Eso sí pasó. Recuerdo mentir mucho.
Y esas nubes, esas nubes, no son de las imágenes que uno olvida fácilmente.
La gente se paraba por la calle a observarlas. Tenían miedo y no sabían por qué. Había cierto sentimiento de incomodidad en el aire, traído probablemente por lo oscuro de las nubes. Ocultaban el sol a los ojos, y crecía el frío. Recuerdo el momento justo antes de que crujieran. La definición de la calma tensa que precede a una tormenta. Pero esta tormenta era la primera que cualquiera vimos de ese tipo.
Porque lo que llovió fueron nuestros corazones.
Hechos trizas, empapados en sangre, como un perverso confetti que cae en el el momento álgido, cuando va a acabar la fiesta.
Habían estallado, al fin, todos los corazones.
“Se veía venir” oí mascullar a un hombrecillo de traje gris que sujetaba su sombrero contra su cabeza mientras miraba a lo alto y sus gafas se le llenaban de gotas de sangre y trocitos de corazón. A sus pies, un maletín de piel cara. Gris. Mientras, flotaban en el aire restos de lo que antes fueron órganos humanos.
Nuestros pechos vacíos confirmaban el siniestro acontecimiento. Yo sólo oía llantos.
Hoy, después de todo este tiempo, he vuelto a pensar en ello. Ha sido de casualidad, porque al pasar por el mercado, he escuchado como un anciano empezaba a contarle una historia a un chiquillo sentado en sus rodillas.
Le contaba que el vivió, en la calle, aquel día. El día que estallaron todos los corazones.
El pequeño, que debía tener la edad de la inocencia ha abierto mucho sus limpios ojos, brillantes. A mi me han recordado a almendras. Con una graciosa vocecilla le ha preguntado, muy excitado, al anciano: “Abuelito, abuelito, y ¿qué es un corazón?”
Le había encantado la historia.


Tampoco creo que olvide fácilmente esos ojos. Estoy seguro de que hubieran sido azules.

No hay comentarios: