jueves, 30 de diciembre de 2010

Desalia: Vive ahora

El fin del mundo me pilló con corbata y cara de bobo. A punto de salir por la puerta.
Como Apocalipsis fue algo atípico.
No llovió fuego, no se dieron la vuelta las montañas. No se retorcieron los mares como caracolas para luego inundar los campos de trigo. No oí chillar a nadie el tiempo que duró, nadie se dijo “te quiero” a modo de despedida.
Cuando llegó yo tenía mis planes divididos en dos grupos: los que estaban a medias y los que no había comenzado.
El mundo empezó a girar más despacio y los acontecimientos se sucedieron lentamente, muy lentamente. No sé cuánto duró el fin, quizá incluso cumplí años en el proceso. No sé. Lo que ocurrió fue que todo alrededor se fue difuminando desde el lamentable Technicolor a un triste blanco y negro, mientras el tejido de la realidad se fragmentaba y se evaporaba como los bordes de un papel que se queman aplicándoles la llama de un mechero.
Yo no había hecho el amor todavía, no había visitado Nueva York ni había aprendido a ser feliz.
No había montado ningún mueble de Ikea.
¿Dónde volaron las cenizas del oxígeno que ya no respiramos?
Recuerdo sentir la ilusión de un vendaval azotándome en la cara cuando aquello que ocupaba el universo empezó e desaparecer por un confín hasta llegar a la entrada de mi piso. Todo lo que fue destruyéndose me pasó al lado antes de perderse en la Nada. La Gran Muralla China, un Ferrari, edificios donde había vivido, edificios donde me hubiera gustado vivir algún día, de haber seguido existiendo el mundo.
Familias enteras de la mano; papá agarrando la mano de mamá, mamá agarrando la mano de su hija, la niña cogiendo de la mano a su hermano, el pequeño sujetando con su manita un globo.
Recuerdo, también, observar un perro acercándose desde el infinito, haciéndose más y más flaco según seguía la corriente de desaparición, tan escuálido al final que me pareció tan sólo una mera excusa para un par de orejas y un rabo. Recuerdo pensar en todas las desconocidas de las que me había enamorado y a las que nunca me atreví a dirigir la palabra.
El fin del mundo sonaba a cuarteto de viento tocando desde un punto muy lejano. Fue un espectáculo curioso, disfruté de su belleza.
Me sorprendió sin haber tenido un hijo, sin haber escrito un libro, sin haber plantado un árbol.
Sin haber matado a nadie.
No obstante no protesté, aunque nunca tuve la oportunidad de vestir ropa cara como la de las estrellas de Hollywood y el traje que llevaba no estuviera hecho a medida. Me limité a observarlo todo, a un tiempo fascinado y molesto por no tener papel y lápiz para dibujar la existencia implosionando.
Cuando todo acabó, en el fondo me sentí aliviado, despojado de la presión de decidir dónde salir ese viernes por la noche.
El fin del mundo me sorprendió viviendo una vida perfectamente fútil y prescindible, pero con estanterías salpicadas de libros escritos con ingenio y un ordenador repleto de buena música y pornografía de calidad.


Y dime, ¿cómo te sorprendió a ti? Déjame adivinar: con las bragas bajadas, como siempre.

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