Últimamente sufro un terco bloqueo que no sólo me impide escribir algo mínimamente válido desde el punto de vista formal si no que directamente me quita todas las ganas de intentarlo. Llámalo pereza, llámalo inutilidad o llámalo como más te apetezca.
Pero me he propuesto escribir regularmente así que en estos momentos de necesidad siempre me queda hacerlo sobre el único género que se escribe solo, debido a su interés inherente: mi vida. Es mi tema favorito.
El tema de hoy: “Cómo siempre nos quejamos de lo aburrido que es salir siempre por Madrid y cómo luego cada noche que salimos fuera es la peor noche.”
Long story short: era Viernes y estábamos en Santander. Salir por Santander es el infierno.
Primero pasamos un par de horas bebiendo minis bastante baratos pero de dudosa calidad en un rústico bar de moda. Allí, ellos iban vestidos como si acabaran de salir de Fama 5 y ellas intentaban, como buenas chicas que habitan una ciudad con vocación de pueblo, compensar sus facciones poco agraciadas con generosos escotes. ¿La verdad? A mí me vale.
Nos sentíamos los sheriffs de la localidad, teníamos la sensación de que todas las mujeres nos deseaban y la noche prometía.
Como era de esperar y como ocurre siempre aunque nosotros intentemos convencernos de que esta vez no, que esta vez será distinta, fuimos alternando pubs lastimosos con garitos directamente lamentables hasta que llegamos a ese bar. Todas las noches fracasadas contienen un bar o discoteca que hace las veces de agujero negro y acaba con toda esperanza de sacar algo en limpio de esa excursión noctámbula.
No sé por qué seguimos buscando algo de exotismo periférico en esta modalidad de salidas cuando la verdad es que yo no acabo de tomarle el pulso a este tipo de turismo nocturno.
Nuestra perdición en este caso fue un disco-pub muy recomendado por todas las chicas a las que preguntamos y que tenía dos barras de madera. Una barra de madera es siempre un mal augurio, aunque, claro, también podría habernos hecho desconfiar el hecho de que el garito en cuestión se llamara Malaespina. Bien visto, debía haber sido la pista.
En fin, barras de madera. Toda barra de madera viene acompañada de un grupo de treintañeros con las sudaderas anudadas alrededor de la cintura, bailando en círculo.
Al observarles me invade la sensación de que yo con quince años no parecía tan retrasadamente eufórico en una discoteca ni hacía tanto el papanatas. A esa oleada de aprensión que me producen se une una inyección súbita de miedo irracional que me recorre el espinazo. Debo controlar el impulso de correr hacia algún amigo, agarrarle por las solapas y gritarle: “No me dejes acabar así, antes pégame un tiro”, mientras señalo a algún arrítmico bailarín con el polo metido por dentro de los pantalones. En serio, si tenéis treinta años quedaros en casa con vuestra vergüenza. O, por lo menos, no vayáis a locales donde quepa la posibilidad de que haya gente que todavía pueda enderezar su vida.
De esos ya-no-tan-jóvenes se desprende una cierta desesperación, un nerviosismo mal disimulado que proviene del hecho de que tienen treinta y pico y siguen como estaban a los 20; sin novia y saliendo como descerebrados.
Solo que ahora son más feos, ley de vida, y no entienden la música tan moderna que ponen. Prefieren a los buenos, los de antes, ¿qué fue de Modestia Aparte, quién es esta Lady Gaga que grita tanto?
Y las mujeres… mirándonos a todos con ojos de hiena que lleva meses sin probar la carne tierna de cachorro. A todos menos a mí, claro. Cuando salgo por las noches a veces tengo la impresión de llevar escrito en la frente un “No me toques, tengo lepra. No me mires, podrías convertirte en piedra”.
Qué noche tan triste, qué decoración tan extraña. Qué denso el ambiente de rendición final.
Recuerdo preguntarle a la oronda camarera si acaso aquel era el último bar de Santander al cual ir a buscar esposa. Una especie de intento terminal antes de abandonarse a la pistola.
Vaya, es espectacular. De verdad. Cuando me pongo a escribir sobre mí mismo, va todo rodado, sale solo. Qué gusto.
Aunque no quiero despedirme sin intentar al menos construir una frase de alguna riqueza léxica, como por ejemplo:
“Mi esperanza está prendida de tus ojos y espera el siguiente parpadeo al igual que el traje de los Domingos espera, triste, el próximo día de fiesta colgado de una percha”. Na, qué va. Hoy estoy inútil. Lo dejamos aquí.
Pero me he propuesto escribir regularmente así que en estos momentos de necesidad siempre me queda hacerlo sobre el único género que se escribe solo, debido a su interés inherente: mi vida. Es mi tema favorito.
El tema de hoy: “Cómo siempre nos quejamos de lo aburrido que es salir siempre por Madrid y cómo luego cada noche que salimos fuera es la peor noche.”
Long story short: era Viernes y estábamos en Santander. Salir por Santander es el infierno.
Primero pasamos un par de horas bebiendo minis bastante baratos pero de dudosa calidad en un rústico bar de moda. Allí, ellos iban vestidos como si acabaran de salir de Fama 5 y ellas intentaban, como buenas chicas que habitan una ciudad con vocación de pueblo, compensar sus facciones poco agraciadas con generosos escotes. ¿La verdad? A mí me vale.
Nos sentíamos los sheriffs de la localidad, teníamos la sensación de que todas las mujeres nos deseaban y la noche prometía.
Como era de esperar y como ocurre siempre aunque nosotros intentemos convencernos de que esta vez no, que esta vez será distinta, fuimos alternando pubs lastimosos con garitos directamente lamentables hasta que llegamos a ese bar. Todas las noches fracasadas contienen un bar o discoteca que hace las veces de agujero negro y acaba con toda esperanza de sacar algo en limpio de esa excursión noctámbula.
No sé por qué seguimos buscando algo de exotismo periférico en esta modalidad de salidas cuando la verdad es que yo no acabo de tomarle el pulso a este tipo de turismo nocturno.
Nuestra perdición en este caso fue un disco-pub muy recomendado por todas las chicas a las que preguntamos y que tenía dos barras de madera. Una barra de madera es siempre un mal augurio, aunque, claro, también podría habernos hecho desconfiar el hecho de que el garito en cuestión se llamara Malaespina. Bien visto, debía haber sido la pista.
En fin, barras de madera. Toda barra de madera viene acompañada de un grupo de treintañeros con las sudaderas anudadas alrededor de la cintura, bailando en círculo.
Al observarles me invade la sensación de que yo con quince años no parecía tan retrasadamente eufórico en una discoteca ni hacía tanto el papanatas. A esa oleada de aprensión que me producen se une una inyección súbita de miedo irracional que me recorre el espinazo. Debo controlar el impulso de correr hacia algún amigo, agarrarle por las solapas y gritarle: “No me dejes acabar así, antes pégame un tiro”, mientras señalo a algún arrítmico bailarín con el polo metido por dentro de los pantalones. En serio, si tenéis treinta años quedaros en casa con vuestra vergüenza. O, por lo menos, no vayáis a locales donde quepa la posibilidad de que haya gente que todavía pueda enderezar su vida.
De esos ya-no-tan-jóvenes se desprende una cierta desesperación, un nerviosismo mal disimulado que proviene del hecho de que tienen treinta y pico y siguen como estaban a los 20; sin novia y saliendo como descerebrados.
Solo que ahora son más feos, ley de vida, y no entienden la música tan moderna que ponen. Prefieren a los buenos, los de antes, ¿qué fue de Modestia Aparte, quién es esta Lady Gaga que grita tanto?
Y las mujeres… mirándonos a todos con ojos de hiena que lleva meses sin probar la carne tierna de cachorro. A todos menos a mí, claro. Cuando salgo por las noches a veces tengo la impresión de llevar escrito en la frente un “No me toques, tengo lepra. No me mires, podrías convertirte en piedra”.
Qué noche tan triste, qué decoración tan extraña. Qué denso el ambiente de rendición final.
Recuerdo preguntarle a la oronda camarera si acaso aquel era el último bar de Santander al cual ir a buscar esposa. Una especie de intento terminal antes de abandonarse a la pistola.
Vaya, es espectacular. De verdad. Cuando me pongo a escribir sobre mí mismo, va todo rodado, sale solo. Qué gusto.
Aunque no quiero despedirme sin intentar al menos construir una frase de alguna riqueza léxica, como por ejemplo:
“Mi esperanza está prendida de tus ojos y espera el siguiente parpadeo al igual que el traje de los Domingos espera, triste, el próximo día de fiesta colgado de una percha”. Na, qué va. Hoy estoy inútil. Lo dejamos aquí.
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