Están pasando muchas más cosas en el Universo. Ahora mismo. Algunas, mucho más importantes.
Por ejemplo: un perro ladra en un callejón cochambroso, cubierto por sombras y en alguna otra parte un Sol se colapsa y muere, acabando con la promesa de futuros Domingos para todo un sistema completo.
Ella sonríe y, por un momento, el mundo parece un lugar mejor. Él se olvida de los disturbios en países de Oriente Medio, y se olvida de la cola del paro. Piensa para sí mismo: puede que no esté todo perdido. Piensa para sí mismo: que no se me olvide comprar huevos de camino a casa. Todavía sonriendo, ella le habla a él de las ventajas del sexo post-ruptura. Es placentero. Es casual. Y, dado que han roto, luego no debe preocuparse de si debe llamarla al día siguiente; la respuesta es no.
Él no puede dejar de valorar la calidad de esas razones como posible eslogan. Tienen fuerza, y son directas. Sin embargo, tampoco puede evitar tragar un poco de sangre al darse cuenta de lo jodidamente cruel, egoísta y desconsiderada que puede llegar a ser la gente. Tanto que hasta que se podría decir que resulta antiestético.
Hace un cálculo rápido de las probabilidades de que a ella se le escape que él todavía la quiere más que a nada en el mundo y que no deja de dolerle en cada fibra. Llega a la conclusión de que son bastante remotas. Y, sin embargo, allí están: él tratando de acordarse de cómo se comporta un hombre y ella ofreciéndole sexo placentero, casual y, sobre todo, sin compromiso. Migajas envenenadas.
Cosas de la globalización y el célebre “efecto mariposa”: en otro lugar del planeta una margarita llora y un reducido grupo de personas celebra un oficio por lo poco que quedaba del alma de ella, que acaba de desaparecer. Justo al mismo tiempo que ella pronunciaba las palabras “sexo casual”, esos últimos pedacitos se han roto dejando tras de sí un eco; un sonido a medio camino entre el que povoca un tiovivo que se para y chirría y una bocina que anuncia al concursante que su respuesta ha sido incorrecta.
Estas dramáticas escenas son contempladas por un hombrecillo verde, sentado en un platillo volante que lleva milenios orbitando alrededor del globo. Hoy, después de todo, ese paciente observador y estudioso niega con la cabeza y pierde la fe en la raza humana.
Por ejemplo: un perro ladra en un callejón cochambroso, cubierto por sombras y en alguna otra parte un Sol se colapsa y muere, acabando con la promesa de futuros Domingos para todo un sistema completo.
Ella sonríe y, por un momento, el mundo parece un lugar mejor. Él se olvida de los disturbios en países de Oriente Medio, y se olvida de la cola del paro. Piensa para sí mismo: puede que no esté todo perdido. Piensa para sí mismo: que no se me olvide comprar huevos de camino a casa. Todavía sonriendo, ella le habla a él de las ventajas del sexo post-ruptura. Es placentero. Es casual. Y, dado que han roto, luego no debe preocuparse de si debe llamarla al día siguiente; la respuesta es no.
Él no puede dejar de valorar la calidad de esas razones como posible eslogan. Tienen fuerza, y son directas. Sin embargo, tampoco puede evitar tragar un poco de sangre al darse cuenta de lo jodidamente cruel, egoísta y desconsiderada que puede llegar a ser la gente. Tanto que hasta que se podría decir que resulta antiestético.
Hace un cálculo rápido de las probabilidades de que a ella se le escape que él todavía la quiere más que a nada en el mundo y que no deja de dolerle en cada fibra. Llega a la conclusión de que son bastante remotas. Y, sin embargo, allí están: él tratando de acordarse de cómo se comporta un hombre y ella ofreciéndole sexo placentero, casual y, sobre todo, sin compromiso. Migajas envenenadas.
Cosas de la globalización y el célebre “efecto mariposa”: en otro lugar del planeta una margarita llora y un reducido grupo de personas celebra un oficio por lo poco que quedaba del alma de ella, que acaba de desaparecer. Justo al mismo tiempo que ella pronunciaba las palabras “sexo casual”, esos últimos pedacitos se han roto dejando tras de sí un eco; un sonido a medio camino entre el que povoca un tiovivo que se para y chirría y una bocina que anuncia al concursante que su respuesta ha sido incorrecta.
Estas dramáticas escenas son contempladas por un hombrecillo verde, sentado en un platillo volante que lleva milenios orbitando alrededor del globo. Hoy, después de todo, ese paciente observador y estudioso niega con la cabeza y pierde la fe en la raza humana.
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