Habita episodios atrasados
que se emiten a partir de medianoche,
en cartas que llegan a su nombre
que sólo traen escrito un "ya me he ido".
Devuelvo las facturas,
las revistas donde aprendió las frases para abandonarme.
Un río de candados antes subterráneo
aflora de cuando en cuando en el pasillo,
cargando el rumor hasta la superficie
del eco de sus pasos que se pierden
en hojas a las que ya ha renunciado el calendario.
Pretendo echar la llave a sus habitaciones,
desinfectar esas paredes o incendiarlas,
pintarlas del color de la lluvia ácida
que separa el pellejo usado de los huesos
y brinda otro punto de partida tras ser purificados.
No quiere marcharse,
se revuelve feroz y felina
como un depredador acorralado
y de un zarpazo desordena las estrellas.
Ancla sus garras oxidadas sobre piel ya muerta,
revisita y reclama viejas cicatrices.
Extraño su lugar entre mis cosas.
Dibujo un mapa insólito de ausencias
que recoja los puntos de mi cuerpo
que mantienen aún el luto contraído
ante tanta estantería ahora vacía.
Estoy comprándole la soledad a plazos,
una colección que no se vende en los quioscos.
Y un Domingo por la mañana al despertarme
comprendo al fin que duermo abrazado a su cadáver
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