Las tetas son mi punto débil y quizá no debería escribirlo así, públicamente, porque podría leerlo mi archienemigo el Dr. Destrucción y utilizarlo en mi contra. Pero… hablar de ellas me relaja. De las tetas, digo. O antes lo hacía. Antes. Ahora, en cambio...
Me parece necesario detenerme en el concepto de debilidad que he planteado; es decir, por un lado las tetas siempre han producido un efecto, digamos, sensorial muy poderoso sobre mí. Vamos, que me ponen mucho.
Sin embargo, últimamente esa excitación se ha ido tornando en una especie de respeto con tintes de pánico. Ahora, cuando veo unos grandes pechos, turgentes y generosos, lo primero que siento, mucho antes de que me inunde el deseo, es un miedo irracional y paralizante. Me encuentro indefenso y un instinto de supervivencia primitivo y antes reprimido me empuja a esconderme debajo de una mesa. Y, por primera vez en mi vida, no siento el impulso de clavar mis ojos en cada poro de su superficie curva hasta formarme un perfecto mapa mental de ellas si no todo lo contrario: quiero apartar la vista, olvidar que nunca supe de ellas, pensar en otra cosa, en ancianas desnudas o en ajedrez o en ancianas desnudas jugando al ajedrez. Lo que sea.
Mi cuerpo me traiciona y, en contra de lo que dicta la lógica de la naturaleza, mis órganos no responden, no se expanden como deberían. Al revés, ese temor que me domina hace funcionar mi maquinaria en régimen inverso y mi pene en vez de crecer se encoge hasta alcanzar el tamaño de mis testículos, que también están contraídos, y por un momento temo que vayan a esconderse dentro de mi cuerpo de todo lo que se reducen. Y sé que, una vez desaparezcan, nunca más volverán porque allá dentro se sentirán más calientes y seguros y podrán olvidar el miedo a volver a enfrentarse a una talla 90, una 95, una 100 o, Dios no lo quiera, una 110 o más.
Así que me quedo blanco- ¿más blanco? Aún más blanco- e intento controlar mis temblores y mis lágrimas hasta que esos dos fetiches del deseo, antes representantes y recipientes de mis más oscuras y secretas pulsiones, desaparecen de mi vista. Hasta que deja de chillar mi sentido arácnido y la alarma de mi radar de peligro se calma.
¿Qué va a ser de mí? ¡Oh, decidme! ¿Qué, si siento más espanto cuando me apunta un pezón que cuando me apunta un arma de fuego?
Me parece necesario detenerme en el concepto de debilidad que he planteado; es decir, por un lado las tetas siempre han producido un efecto, digamos, sensorial muy poderoso sobre mí. Vamos, que me ponen mucho.
Sin embargo, últimamente esa excitación se ha ido tornando en una especie de respeto con tintes de pánico. Ahora, cuando veo unos grandes pechos, turgentes y generosos, lo primero que siento, mucho antes de que me inunde el deseo, es un miedo irracional y paralizante. Me encuentro indefenso y un instinto de supervivencia primitivo y antes reprimido me empuja a esconderme debajo de una mesa. Y, por primera vez en mi vida, no siento el impulso de clavar mis ojos en cada poro de su superficie curva hasta formarme un perfecto mapa mental de ellas si no todo lo contrario: quiero apartar la vista, olvidar que nunca supe de ellas, pensar en otra cosa, en ancianas desnudas o en ajedrez o en ancianas desnudas jugando al ajedrez. Lo que sea.
Mi cuerpo me traiciona y, en contra de lo que dicta la lógica de la naturaleza, mis órganos no responden, no se expanden como deberían. Al revés, ese temor que me domina hace funcionar mi maquinaria en régimen inverso y mi pene en vez de crecer se encoge hasta alcanzar el tamaño de mis testículos, que también están contraídos, y por un momento temo que vayan a esconderse dentro de mi cuerpo de todo lo que se reducen. Y sé que, una vez desaparezcan, nunca más volverán porque allá dentro se sentirán más calientes y seguros y podrán olvidar el miedo a volver a enfrentarse a una talla 90, una 95, una 100 o, Dios no lo quiera, una 110 o más.
Así que me quedo blanco- ¿más blanco? Aún más blanco- e intento controlar mis temblores y mis lágrimas hasta que esos dos fetiches del deseo, antes representantes y recipientes de mis más oscuras y secretas pulsiones, desaparecen de mi vista. Hasta que deja de chillar mi sentido arácnido y la alarma de mi radar de peligro se calma.
¿Qué va a ser de mí? ¡Oh, decidme! ¿Qué, si siento más espanto cuando me apunta un pezón que cuando me apunta un arma de fuego?
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