¿Para qué seguir alimentando
esperanzas extranjeras que no contemplas en tus planes,
que no son bienvenidas?
Pasé una vida que era mía
y otras dos que compré a crédito
queriendo descifrar una sonrisa
entre los huecos que te quedaban en la boca
cada vez que la entreabrías.
Una posible invitación en clave de Do
a un baile de máscaras
donde al final te retiraras la careta
y a mí me mudaras la piel a dentelladas
hasta despojarnos de todo envoltorio
que llevara firma del pasado
para poder empezar a moldearnos desde cero
tú a mí como prefieras
yo a tí exacta a como eras antes
es decir, perfecta,
y comenzar un mundo paralelo y vírgen
lejos de todos estos fósiles
que no saben lo que es arrancarse las uñas
arañándose la piel para escribir sobre ella tu nombre.
Que no saben del amor
que muda cuando falta mimo
a cáncer.
Todo eso esperé y no fue fácil.
No.
Ni lo fue hacer guardia en la estación
velando la salida de cada tren
de cada autobús
anhelando que hubieras comprendido al fin
que era la hora de fugarse al centro de la Tierra.
Y me dije: ¿para qué?
¿Para qué seguir regando en vano tu vientre,
con mis lágrimas de cocodrilo?
Si yo no supe nunca llorar como un hombre
ni como lo haría una mujer o un niño
y nunca crecerá nada sobre ti
de todos modos,
porque tu hálito maldito consume o envenena
todo el aire y el oxígeno que te rodea
incluida sea la superficie
de tu piel mortal y muerta.
¿Para qué si solamente lloro
porque yo me empeño en transformarte
en gotas de agua calientes y saladas,
porque dice la televisión
que es lo que me falta para ser humano
y que alguien venga a rescatarme
y ya no tenga que recorrer más pasillos solo?
Lo que intento decir
es que te quiero porque tengo miedo,
pero nada más.
Porque se me han acabado las opciones.
Porque me aplico en la obsesión
como una niña de doce años
prisionera de un embarazo psicológico
clara y físicamente imposible.
Algo así de retorcido y enfermo.
Pero... ¿para qué?
Si tú no custodias ninguna respuesta.
Si en tu injusta complaciencia
cuando te trato de cubrir de luces
extiendes el manto opaco de la noche
y finges no saber quién se comió el Sol
para vomitar la Luna.
Tú,
que inventaste la definición de limosna
y que cada vez que propongo propones de vuelta
un espejo deformado donde puedo imaginar
escenas que no están ocurriendo
que huelen azufre y suenan a llamas
donde soy feliz y que sirven
para distraerme mientras te subes al taxi y huyes.
Vete, yo me haré primero pequeño
y luego diminuto
para poder entrar a formar parte del reflejo.
¿Y sabes todo esto,
para qué?
Si no lo sabes, los sospechas:
para nada.
Cuando acabes conmigo finalmente
no quedará nada de ti en mi ya
ni en ninguna otra parte.
Serás poco menos que un recuerdo
o puede que ni tan siquiera
porque para que te recuerden
deberán querer pensar en ti
traerte de vuelta
pero ya no quedará ninguno
y ninguno será capaz de desentrañar
el laberinto de la memoria.
No quedarán restos que guíen tu búsqueda.
No te encontrarán en un descampado
ni en los márgenes del río ni en el fondo de los pozos.
Ni en el maletero de algún coche
abandonado cerca de un bar de carretera.
Tu reino ya no será de este mundo
y te arrepentirás de no haberte compartido
de no haber trascendido el ámbar de tu carcasa
para haberte dejado un poco más de lo que fuiste
escondido dentro de alguno de aquellos
que en cierta ocasión, no hace tanto,
te amaron.
A modo de copia de seguridad de tu alma
ahora de existencia ya dudosa
si acaso un rumor que se difumina y se pierde
entre patios y callejones,
un canción de verano
de hace mucho tiempo.
jueves, 3 de marzo de 2011
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