jueves, 3 de marzo de 2011

¿Para qué seguir alimentando

esperanzas extranjeras que no contemplas en tus planes,

que no son bienvenidas?

Pasé una vida que era mía

y otras dos que compré a crédito

queriendo descifrar una sonrisa

entre los huecos que te quedaban en la boca

cada vez que la entreabrías.

Una posible invitación en clave de Do

a un baile de máscaras

donde al final te retiraras la careta

y a mí me mudaras la piel a dentelladas

hasta despojarnos de todo envoltorio

que llevara firma del pasado

para poder empezar a moldearnos desde cero

tú a mí como prefieras

yo a tí exacta a como eras antes

es decir, perfecta,

y comenzar un mundo paralelo y vírgen

lejos de todos estos fósiles

que no saben lo que es arrancarse las uñas

arañándose la piel para escribir sobre ella tu nombre.

Que no saben del amor

que muda cuando falta mimo

a cáncer.

Todo eso esperé y no fue fácil.

No.

Ni lo fue hacer guardia en la estación

velando la salida de cada tren

de cada autobús

anhelando que hubieras comprendido al fin

que era la hora de fugarse al centro de la Tierra.

Y me dije: ¿para qué?

¿Para qué seguir regando en vano tu vientre,

con mis lágrimas de cocodrilo?

Si yo no supe nunca llorar como un hombre

ni como lo haría una mujer o un niño

y nunca crecerá nada sobre ti

de todos modos,

porque tu hálito maldito consume o envenena

todo el aire y el oxígeno que te rodea

incluida sea la superficie

de tu piel mortal y muerta.

¿Para qué si solamente lloro

porque yo me empeño en transformarte

en gotas de agua calientes y saladas,

porque dice la televisión

que es lo que me falta para ser humano

y que alguien venga a rescatarme

y ya no tenga que recorrer más pasillos solo?

Lo que intento decir

es que te quiero porque tengo miedo,

pero nada más.

Porque se me han acabado las opciones.

Porque me aplico en la obsesión

como una niña de doce años

prisionera de un embarazo psicológico

clara y físicamente imposible.

Algo así de retorcido y enfermo.

Pero... ¿para qué?

Si tú no custodias ninguna respuesta.

Si en tu injusta complaciencia

cuando te trato de cubrir de luces

extiendes el manto opaco de la noche

y finges no saber quién se comió el Sol

para vomitar la Luna.

Tú,

que inventaste la definición de limosna

y que cada vez que propongo propones de vuelta

un espejo deformado donde puedo imaginar

escenas que no están ocurriendo

que huelen azufre y suenan a llamas

donde soy feliz y que sirven

para distraerme mientras te subes al taxi y huyes.

Vete, yo me haré primero pequeño

y luego diminuto

para poder entrar a formar parte del reflejo.

¿Y sabes todo esto,

para qué?

Si no lo sabes, los sospechas:

para nada.

Cuando acabes conmigo finalmente

no quedará nada de ti en mi ya

ni en ninguna otra parte.

Serás poco menos que un recuerdo

o puede que ni tan siquiera

porque para que te recuerden

deberán querer pensar en ti

traerte de vuelta

pero ya no quedará ninguno

y ninguno será capaz de desentrañar

el laberinto de la memoria.

No quedarán restos que guíen tu búsqueda.

No te encontrarán en un descampado

ni en los márgenes del río ni en el fondo de los pozos.

Ni en el maletero de algún coche

abandonado cerca de un bar de carretera.

Tu reino ya no será de este mundo

y te arrepentirás de no haberte compartido

de no haber trascendido el ámbar de tu carcasa

para haberte dejado un poco más de lo que fuiste

escondido dentro de alguno de aquellos

que en cierta ocasión, no hace tanto,

te amaron.

A modo de copia de seguridad de tu alma

ahora de existencia ya dudosa

si acaso un rumor que se difumina y se pierde

entre patios y callejones,

un canción de verano

de hace mucho tiempo.

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